lunes, noviembre 09, 2020

Un populista más

Si no fuera por su rubia melena y su piel anaranjada, Donald Trump sería el perfecto populista latinoamericano. Una mezcla de Correa, Chávez, Maduro, Fujimori y todos esos políticos amantes del poder total. Es autoritario, mentiroso compulsivo, maestro en generar división en la gente para ganarse el apoyo incondicional de sus fanáticos seguidores.


Estos últimos días hemos visto a Trump, fiel a la tradición latinoamericana, gritar fraude cuando los resultados electores no le convienen. Se inventa poderosos enemigos conspirando en medio de las mesas electorales, escondiendo los votos a su favor y multiplicando los votos en contra. Lanza acusaciones, chismes y mentiras. Inventa teorías de conspiración. Amenaza con desconocer los resultados que no le favorezcan.


Mientras escribo esto todavía no terminan de contar los votos en todos los estados. Biden no ha ganado oficialmente, pero todo apunta a que será el próximo presidente de Estados Unidos. Acá y en el mundo entero seguimos la elección presidencial gringa con el interés de una elección local. El presidente de Estados Unidos es, al final del día, una especie de presidente mundial. Su influencia va mucho más allá de las fronteras de su país.


Aunque Trump no es distinto a cualquier populista latinoamericano, hay una gran diferencia: gobierna un país que goza, en general, de una institucionalidad sólida, seguridad jurídica, división de poderes, medios independientes, leyes claras, y una tradición democrática difícil de burlar. Si Trump fuera presidente de uno de nuestros frágiles países, manejaría sin problema todas las instituciones, controlaría los medios de comunicación, ignoraría la división de poderes. Acá ya conocemos bien como funciona eso. Pero allá la tiene más difícil. Las instituciones están por encima de su poder temporal.


Los liderazgos importan. Y mucho. Los Estados Unidos de Trump no son los mismos de Obama, ni Bush, ni Clinton, ni Reagan. El líder contagia sus ideas y valores, para bien o para mal. Ahora el mundo mira asustado lo bajo que ha caído la política gringa de la mano de su presidente. En Venezuela, Argentina o México no sorprenderían tanto las barbaridades que dice Trump ni las amenazas que lanza desesperado al ver cómo el poder se le va de las manos. Pero en Estados Unidos llama mucho la atención. Más allá de sus defectos, los políticos gringos siempre han tenido la elemental decencia de saber perder y respetar los procesos electorales.


Veremos qué pasa en Estados Unidos. Veremos si la institucionalidad se impone sobre el personalismo. Veremos si Trump acepta los resultados, si hace la tradicional llamada a su oponente para felicitarlo, si se da una transición pacífica de gobierno, si se respetan las tradiciones democráticas que han caracterizado a ese país. Veremos si este es solo un episodio temporal o deja una marca permanente en la sociedad gringa. Desde acá miramos preocupados lo que ocurra en un país cuya institucionalidad ha sido y es un ejemplo a seguir. Necesitamos referentes, buenos ejemplos a imitar. Si estos se pierden, perdemos todos.