miércoles, diciembre 23, 2009

Un buen apagón

¿Cómo se verá Times Square apagado? Nos trepamos en un bus, que nos llevó avenida abajo por Broadway hasta alcanzar la calle 42, para averiguarlo. Las grandes luminarias del corazón de Nueva York apagadas. Sus gigantes letreros de mil colores estaban negros.

Jueves, 14 de agosto del 2003. El gran apagón en la costa este de Estados Unidos. Nueva York a oscuras. Y no podíamos estar más contentos ante el espectáculo que estábamos viviendo. Hasta los apagones son divertidos en una ciudad como Nueva York.

Eran eso de las 4 de la tarde. Pleno verano. Todo se apagó de repente. Rumores de atentado terrorista empezaron a circular por mi oficina. Seguían frescos los miedos y recuerdos del 11 de septiembre. En el fondo yo me reía. Con mi vasta experiencia ecuatoriana en lo que a apagones se refiere, me divertía viendo la preocupación e incredulidad de los gringos. ¿Cómo era posible que fallara la electricidad en pleno Nueva York, la ciudad que nunca duerme, donde las noches pueden ser tan claras como los días? Pasaron los minutos. Dijimos ya mismo se resuelve el problema. Pero nada ocurría.

Afuera, Nueva York era una fiesta. El sol de verano brillaba. Las terrazas de restaurantes, bares y cafés rebosaban. Cerveza para todos antes de que se caliente. Helado barato antes de que se derrita. Con la seguridad de que todo se arreglaría pronto y de que algo así difícilmente se repetiría, flotaba en el aire veraniego un deseo colectivo de disfrutar al máximo este momento.

Gracias a la oscuridad del apagón, muchos en Nueva York por primera vez nos pudimos ver. Conversamos, compartimos, nos conocimos. Yo, por ejemplo, descubrí a mis vecinos de piso. Nunca nos habíamos cruzado en todo un año viviendo ahí. Ahora conversábamos en la entrada del edificio. Eran tres mormones de Utah. Pero eso de ser mormón no impidió que brindemos por la oscuridad con unas botellas de vino y unos Vodka Cranberry que me habían sobrado de una reciente farra. Nos acabamos el vino, el vodka, más una de ron que bajó un gringo del segundo piso.

Y fue ahí que se nos ocurrió. Explorar Times Square apagado. Nos tomamos mil fotos en media oscuridad del lugar más iluminado de la ciudad, como queriendo atrapar para siempre este irreal momento en esta sorprendente ciudad. Sobre el asfalto de las veredas en Broadway, descansaba un gran grupo de turistas con almohadas y colchas. Eran huéspedes del Marriott Marquis, víctimas de estar en un hotel demasiado moderno: el sistema electrónico de tarjetas para ingresar a sus habitaciones no funcionaba. Les tocaba pasar la noche en el lobby del hotel. Y ante el calor, muchos prefirieron las aceras de Times Square.

Esa noche más oscura que ninguna, nos fuimos a dormir en medio de un silencio extraño, casi ficticio. Al día siguiente la fiesta del apagón continuó. La luz regresó en la mañana, pero igual no había trabajo ni clases en las universidades. Viernes de verano libre. Nos trepamos en nuestras bicicletas y nos fuimos al parque central. Miles de niuyorkinos echados en el césped. Miles de conversaciones alucinadas por lo ocurrido. Miles de nuevos rostros que dejaban de ser anónimos.

Hasta me compré una camiseta que todavía guardo en un cajón. Sobre una negra silueta de los edificios niuyorkinos, dice en letras grandes “Blackout”. Ese sí que fue un buen apagón. Para disfrutarlo. Para no olvidarlo. Para vivirlo al máximo, como todo en Nueva York.


* Publicado en revista SoHo de Diciembre 2009/Enero 2010.

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