jueves, octubre 07, 2010

Edwin, Froilán, Juan Pablo, Darwin, Jacinto

Dan vueltas en mi cabeza las imágenes de ese triste e indignante 30 de septiembre. Policías quemando llantas, bloqueando calles, atacando a ciudadanos y a su Presidente en lugar de protegerlos. Rafael Correa olvidando –una vez más– su papel, jugando al valiente, buscando pelea, gritando descontrolado que lo maten. Saqueos en las ciudades. El Gobierno atropellando nuestro derecho a informarnos, obligándonos a ver y escuchar su versión de los hechos. Historias de secuestro, de conspiración, de falso golpe de Estado. Balas, gases, violencia, muerte. Correa y su gente celebrando en Carondelet mientras policías, militares y civiles seguían cayendo entre las balas.

Edwin, Froilán, Juan Pablo, Darwin, Jacinto. Padres, esposos, hijos, hermanos, amigos perdieron sus vidas junto a otros más. ¿Por qué? ¿Para qué?

La condenable sublevación de los policías inició una jornada de inseguridad. Pero sus reclamos y llantas quemadas no buscaban secuestrar o matar. Edwin, Froilán, Juan Pablo, Darwin, Jacinto y otros no murieron por la paralización y reclamos de los policías. Murieron en un enfrentamiento que se pudo evitar. La irresponsabilidad y cálculos políticos pudieron más que el deseo de llegar a una solución pacífica y el respeto a la vida.

Hace no mucho, nuestros disturbios –y hasta golpes de Estado– no pasaban de piedras, palos y llantas quemadas. Hablar de un muerto era muy grave. Ahora la violencia y los muertos se han multiplicado. Ecuador era un país de relativa paz. Cuatro años de falsa revolución ciudadana, plagada de odio, rencores, confrontación y división, lo han cambiado.

Sigo buscando el intento de golpe de Estado. Busco a alguna persona o grupo que ese día públicamente haya intentando echar al Presidente y ocupar el poder. No vimos nada de eso. La Policía reclamaba algo muy específico. Ahora el Gobierno dice tener identificados a varios “golpistas”. Resulta que enviar mensajitos por Twitter te puede convertir en conspirador.

Nuestra libertad de expresión, en cambio, sí recibió un fuerte golpe. Experimentamos por unas horas lo que es vivir sin periodismo independiente, sin medios privados, sin diversidad de posturas y enfoques. Lo que significa el asfixiante control de la información. Pudimos sentir cómo funciona un país donde no se cuestiona al poder. Mientras veíamos a ministros y funcionarios desfilar por los estudios del canal gubernamental –a partir de ese día es simple mentira llamarlo “canal público”–, entendimos mejor que nunca el valor de la prensa libre y el peligro de un gobierno limitándola.

Los policías que lideraron el levantamiento y los disturbios deben ser castigados. Correa es su Presidente. Deben respetarlo y protegerlo, jamás atacarlo. Todo el peso de la ley debe caer sobre quienes lideraron la sublevación. Y todo el rechazo popular sobre quienes la convirtieron en un falso golpe de Estado que terminó en masacre.

Las encuestas quizás muestren un Gobierno fortalecido y más popular. Triste manera de aumentar la popularidad, monopolizando la información y bombardeándonos con cadenas nacionales plagadas de teorías de conspiración. Aquí todos perdimos.

Edwin, Froilán, Juan Pablo, Darwin, Jacinto ya no están. ¿No son suficientes sus muertes para llamar nuestra atención? ¿Cuántos más deben morir para entender que esta confrontación, división y ataques no nos llevan a ningún lado?

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